La prisión se va haciendo más estrecha, exacerba la melancolía a un punto de terror y desaliento. Poco a poco se consumen los últimos suspiros del espíritu. Nada va quedando en esas horas largas y delirantes que se hacen llamar esperanza.
Y él, corroído por el dolor, va desapareciendo el espacio que le que sobra, el espacio que el tiempo le permite respirar. Grita, desde el abismo oscuro de su corazón, nada hay en la vida que no salga bendito de él, benditos sean los pobres de corazón.
Oh señor, apiádate de su alma. No lo dejes ahogarse en su cólera ni en sus miedos. No permitas que se desangre por desconocerte, ni lo abandones al limbo de la humanidad.
Transgrede sus pensamientos con líricas fúnebres y va borrando sus sueños con la memoria, va desquebrajando el encanto de la vida.
Ten piedad de su corazón, ten piedad cuando lo abandones.
Alan Márquez Lobato
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